22 de abril de 2009

XDXDXDXDXDXDXDXDXDXDXD y XDXDXDXDXD x 100000000

¡No folléis! - http://www.elsentidodelavida.net/

Cualquier material sometido a esfuerzos cíclicos o repetitivos, incluso bajo fuerzas inferiores a la llamada “carga de rotura”, es susceptible de sufrir lo que se conoce como “rotura por fatiga”. El material sufre una grieta inicial que se amplía como consecuencia de los esfuerzos posteriores.

La semana pasada me desgarré el frenillo. No tengo ni idea de cómo pudo pasar.

El frenillo, para todos aquellos que no dispongan de un pene o de un profuso interés por la anatomía, es una suerte de pellejo que une la parte inferior del glande con la piel que lo recubre. Es una de esas partes del cuerpo que, por su inaccesible ubicación (en el reverso de lo que en algunos círculos se conoce como polla), pasa generalmente desapercibida. Su función principal, en los tiempos que corren, es la de provocar dolor. Ahora entiendo a los judíos y sus extraños sombreros.

Desde que tuve mi primera erección siempre supe que en algún momento de mi vida me acabaría rompiendo algún componente del aparato. No es que folle mucho, todo lo contrario, pero he pasado más horas en el simulador que un piloto comercial. Soy de los que se preparan concienzudamente para cualquier actividad que realicen, y más si la actividad se considera sacra. En mis oídos resuenan ahora las palabras de un amigo: “Un día nos vamos a romper el manubrio”. Ese día ha terminado llegando.

Muchas cosas han cambiado en mi vida, y aun así me sorprendí con la conversación al llamar a casa. Mi madre descolgó el teléfono. Me sentí como si llamara desde la secretaría del colegio para decirle que me habían quitado el bocata en el recreo.

—Mamá, que de tanto darle al mete-saca me he desgarrado el frenillo.

Silencio.

—Supongo que no estás hablando de la lengua.

—No mamá, no hablo de la lengua.

—Bueno, por lo menos tendrás algo de lo que escribir, que llevar tres semanas sin colgar una columna. Tu padre está que se sube por las paredes.

Algún lector, a lo largo de los años, se habrá preguntado de dónde carajo he salido. A estas alturas se puede ir haciendo una idea.

Al principio sólo se trataba de una pequeña molestia. Tres días después se me hizo patente que aquello no tenía buena pinta. Sabía que tenía un frenillo, pero los detalles de su fisionomía no me eran familiares. La parte posterior del pene es algo así como la cara oculta de la luna: está cartografiada pero no se le suele prestar mucha atención. Podría instalarse allí una colonia extraterrestre y pasaría desapercibida una buena temporada.

He oído historias sobre frenillos que, en plena faena, se rompen de manera espectacular con una banda sonora de aullidos y más sangre que una película de Tarantino. Ellos quedan doloridos. Ellas perplejas. Unos y otros piensan “Ya está, ha sucedido. A esto se referían los curas”, y miran por la ventana esperando escuchar las trompetas del apocalipsis y vislumbrar una nube de langostas. Venían masturbándose durante años sin que les salieran pelos en las palmas de las manos y sin quedarse ciegos. Se habían confiado. Y en ese momento, en ese fatídico instante, su inocencia se quebranta y sus corazones se congojan.

Yo sentí una punzada. Dos días y cien kilómetros después empecé a notar que vibraba la dirección. Pensé que tendría un neumático desalineado. Levanté el coche e inspeccioné los bajos. “Au, esto duele; creo que está roto”. Como no soy mecánico y la cosa todavía andaba, bajé el vehículo e hice cien kilómetros más. La luz roja seguía encendida en el salpicadero. Volví a inspeccionar. “Caray, esto pinta peor, y desde luego no tiene aspecto de arreglarse solo”. El dolor al abrir y cerrar el capó empezaba a ser insoportable.

El domingo por la mañana entraba en la unidad de urología, que viene a ser el lugar en el que oficialmente reparan pollas. Un tipo alto de unos sesenta años metido en una bata me miró tras el mostrador de recepción.

—Hola. Tengo un problemilla en una zona muy particular y que me resulta extremadamente molesto.

Me di cuenta de que estaba dando demasiados rodeos para estar tratando con alguien especializado en problemas de penes.

—Creo que me he desgarrado el frenillo —concluí.

—Al fondo del pasillo, bajando por las escaleras —contestó.

Tomé número y me senté. Afortunadamente había poca gente. Hubiera esperado a la tarde. Alguien me dijo una vez que las urgencias hospitalarias están desiertas a la hora del fútbol, pero mii frenillo tenía tal aspecto que decidí buscar ayuda profesional lo antes posible. Además, ya me dolía hasta al respirar, actividad que suelo efectuar con bastante asiduidad. Sentado en la silla, me volví a ver caminando hacia el hospital con punzadas en la entrepierna.

La salud es como ese amigo que uno sólo valora en su verdadera magnitud cuando ya se ha marchado. Caminaba por las aceras como podía y observaba las caras de los demás transeúntes. Parecían felices. Claro, ellos no tenían el frenillo desgarrado. Cuando estás jodido te encuentras en una especie de burbuja personal y el resto del mundo parece lejano. Ahí estás tú con tu problema, completamente anónimo. Me entraron ganas de gritar al mundo que me dolía la entrepierna.

Me llamaron por mi nombre. Empujé la puerta de urgencias a pesar de que ponía “No pasar”. Caminando por el pasillo pensé en si deseaba que el médico fuera hombre o mujer. Pensé que un hombre podría ser más sensible y empático ante mi problema, pero me atraía más la idea de bajarme los calzoncillos ante una mujer. Siempre ha sido así.

La doctora me recibió y me introdujo en una especie de box. Me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera en la axila. Después me tomó la tensión y me preguntó qué me sucedía. Le expliqué la película y ella tomó algunas notas. Después apuntó en una hoja:

Temperatura: 36.6 ºC
Tensión: 136 / 82
Pulso: 93

Comprenderá el lector que, en tales circunstancias, mi frecuencia cardiaca se encontrara ligeramente alterada.

La doctora me dijo que me bajara los pantalones hasta las rodillas y que me tumbara sobre la camilla. Me cubrió el pastel con una especie de sábana de reducidas dimensiones y salió entre las cortinas diciendo que la doctora vendría en seguida. Por lo visto ella lo único que hacía era tomarte la temperatura y la tensión y dejarte con el culo al aire.

Quedé allí tumbado con una telilla tapando las partes. Me pregunté si realmente me habría desgarrado el frenillo o si lo que me sucedía era otra cosa. Después me pregunté por qué tardaba tanto en venir la doctora. Supuse que andaría en algún lejano lugar del recinto con otra polla entre las manos. Me vinieron a la cabeza tres chistes de doctores y pollas. Entre las cortinas escuchaba a un grupo de mujeres debatir sobre diferentes dietas y sobre por qué determinada serie de televisión era una mierda. Una suave modorra comenzó a apoderarse de mí y me dejé llevar. Me pareció una buena manera de evadirme de una nueva situación surrealista de mi vida.

No estoy seguro de cuánto tiempo pasó. Ella me llamó por mi nombre. Abrí los ojos. Debía de tener unos 27 ó 28 años y estaba buena. Me preguntó qué me pasaba. Le volví a contar la película.

—¿Ha sucedido teniendo relaciones? —preguntó.

Estuve tentado de decirle que me había pasado follando, pero es mejor no hacerse el gracioso con aquellos de los que tu salud depende. Le dije que sí.

Se sentó junto a la camilla y abrió el regalo. Me sentí incómodo. Pensé que se agacharía y me haría una felación. Tantos años de ver porno han condicionado mi manera de ver las situaciones. Es por cosas así que nunca me aburro.

Prendió el cacahuete y deslizó el prepucio hacia abajo con brusquedad antes de que pudiera rogarle un poco de amor. Vi las estrellas como si estuviera tumbado en el suelo de un planetario. Supongo que no se le puede pedir mucha empatía a alguien que sólo ha visto un pene en los libros de texto, o como mucho en los cuerpos de personas de fisionomía muy diferente a la suya. Preferí no discutir.

Echó un vistazo detenido a aquel trozo de carne maltrecho. Dijo que, efectivamente, tenía un desgarro en el frenillo.

—Tiene usted un frenillo corto —afirmó.

Últimamente me dicen cosas muy raras.

Continuó explicando que lo que me había sucedido era algo muy común, por mucho que todos mis amigos continúen disfrutando de la entereza de sus frenillos, y que la única solución pasaba por cercenar el mismo con ayuda de un bisturí. Me vi atado a la camilla con un trozo de madera entre los dientes mientras alguien me hacía una carnicería en los bajos. Dijo que el proceso se hacía bajo anestesia local, y aunque me tranquilicé, hubiera preferido permanecer inconsciente durante tan delicado trance.

La miré cariacontecido.

—¿Podré tocar el violín? —pregunté.

—Por supuesto —contestó.

Fantástico. Siempre había querido tocar el violín. Me pregunté qué otras habilidades adquiriría tras la operación.

Volvió a subir el prepucio con descuido y se puso a palparme los huevos. Literalmente. Presionó ligeramente aquí y allá y me preguntó si me dolía. A punto estuve de decirle que no estaba de humor para follar cuando se me ocurrió que se trataba de algún tipo de prueba suplementaria. Tras unos segundos, dejó de tocarme los huevos, se levantó y me dijo que me podía subir los pantalones.

La acompañé a un pequeño despacho y allí me dispensó un pequeño informe que comenzaba afirmando que había acudido a la consulta por “Molestias en el pene”. A continuación había un párrafo en el que se describía mi polla:

“Meato ortotópico y permeable. Prepucio retráctil”.

Ya sé cómo empezar si algún día tengo que venderla.

Le di las gracias a la doctora y salí de allí. Por la noche hice cincuenta kilómetros más. Concluí que había nacido camionero.

Antes de llegar las vacaciones pasan anuncios por la tele de la Dirección General de Tráfico. Te dicen que antes de salir de casa compruebes los niveles y mires la presión de los neumáticos. Te dicen que pares cada dos horas y que duermas lo necesario.

Yo os digo: no folléis.

2 comentarios:

Juanfra dijo...

Auuug, que doló! xD

Tillocai dijo...

si hombre, no voy a follar en eso estaba yo pensando